Hoy día 7 de marzo de 2011, en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés del Paseo de la Independencia, en Zaragoza, se ha presentado el audiovisual Joaquín Costa, funeral y mausoleo, basado en fotografías de Aurelio Grasa tomadas con ocasión del entierro del ilustre aragonés en Zaragoza en febrero de 1911, la publicación de sus libros y las primeras obras artísticas que se hicieron en su homenaje, como los tres proyectos de mausoleo con bocetos de José Bueno, inéditos en su imagen y que se han presentado en primicia, así como un retrato de Joaquín Costa de Victoriano Balasanz de 1913.
La Conferencia fue organizada por la Real Sociedad Fotográfica de Zaragoza, y fue presentada por su Vicepresidente, el Dr. Santiago Chóliz, quien hizo una semblanza en profundidad de la figura de Costa y de su momento histórico. Teresa Grasa hija de Aurelio habló sobre las técnicas empleadas por su padre en esta ocasión y de la colaboración del Archivo de la gran pianista Pilar Bayona interpretando obras de Oscar Esplá en esta segunda parte. Toda esta documentación gráfica pertenece al Archivo Barboza Grasa y el audiovisual ha sido realizado por Francisco Barboza Grasa, nieto del fotógrafo. El periodista de Heraldo de Aragón, Juan Dominguez Lasierra nos envió el siguiente texto para esta ocasión:
Llovía cuando el cadáver de Costa recorría las calles de Zaragoza camino de Torrero. No podía ser de otra manera. Más de 30.000 personas habían desfilado ante su cadáver. Muchos miles más acompañaron sus restos a su última morada. Salvo las calles y plazas que recorría el cortejo, el resto de la ciudad quedó desierta. Zaragoza no tuvo otro quehacer ese día que enterrar a Costa. Era el domingo 12 de febrero y llovía, un símbolo de dolor pero también de regeneración, el empeño costista. Como la propia muerte de Costa, en el sentir de quienes lo lloraban sinceramente y tenían la esperanza de que el término de su paso por este mundo fuera un motivo para hacer vivir su legado, para hacer realidad su mensaje redentor. Muerte y resurrección de Costa.
Y Zaragoza vivió el mayor acontecimiento fúnebre de su historia. También la mayor explosión de dolor y de afecto a persona alguna. Y eso que el destino de los restos de Costa no estuvo ausente de polémica. Una figura de su talla estaba hecha para el Panteón de Hombres Ilustres de la patria. Pero Aragón la reclamó. Una campaña del Heraldo se puso en movimiento a las pocas horas de su muerte. Y encontró el apoyo general. Aunque hubo impulsos más contundentes. Embalsamado el cuerpo del difunto, el día 10, al punto de la mañana, salía desde Graus el féretro en una galera camino de Barbastro. Allí recibió el primer homenaje de la población y de los pueblos cercanos. Transportada a hombros la caja funeraria hasta la estación, el tren emprendió su viaje a Madrid. Pero entre Barbastro y Graus estaba Zaragoza, y allí miles de zaragozanos dispuestos a que sus restos no pasaran de la estación del Arrabal. Y aquí se quedaron. El empeñoso baturro consiguió al fin detener el tren, ya que no se apartaba. Costa había expresado el deseo de ser enterrado en Las Forcas, una zona montañosa que él veía desde el balcón de su casa de Graus. Y otros imaginaron que solo el Moncayo estaría a la altura de su gloria como reposo eterno. Allí la cabeza de Costa, como en un nuevo Memorial Valley, haría llegar su voz moncaína de cierzo a todos los rincones de Aragón.
Costa se había convertido en una leyenda, ya en vida, y su muerte no podía permanecer ajena al discutido final de tantos héroes. Cheney, su biógrafo último, constata el hecho, “extraño y simbólico”: en el registro del cementerio de Torrero no existe constancia de su entierro, oficialmente su cadáver no existe. Quién sabe si a la postre, Costa consiguió su deseo y sus cenizas se mezclan con la tierra grausina de Las Forcas. Pero el hecho es que Costa, la leyenda, el símbolo, el nuevo Moisés de la España en éxodo, es enterrado públicamente en Zaragoza.
Todo el respeto, la admiración, el fervor que inspiró en vida la personalidad de Costa tuvo en su entierro su momento de eclosión. Un desbordamiento sentimental de tal calibre como se conocen pocos en la historia española. Como si tanta veneración, tanto afecto, tanto agradecimiento acumulado a lo largo de su generosa trayectoria de hombre público no se hubiera plasmado suficientemente en vida, el pueblo, el pueblo llano, ese pueblo al que él tuvo siempre como meta de su entrega vital, tal vez alcanzó a comprender en ese momento final, en su definitiva retirada, que desaparecía un hombre, un hombre sin par, único tal vez en la historia española por su inflexible honestidad, con el que tenía una deuda infinita. La eclosión, el desbordamiento del entierro de Costa fue como el pago de esa deuda, sin que en dicho impulso faltara tampoco el sentimiento de culpa de quienes, en los últimos años del “león de Graus”, el de un Costa al que se llegó a calificar como “el gran fracasado”, no tuvieron con él el reconocimiento que merecía la generosa, la absoluta donación de su vida a la causa de los demás. El entierro de Costa fue un desbordarse de todos estos sentimientos, resumidos en dos, admiración y deuda.
Ya el primero de los editoriales de Heraldo, nada más conocerse el fallecimiento del ilustre altoaragonés, lo ponía de manifiesto con harto dolor, con evidente demostración de culpa:
“Ha muerto Costa sin que Aragón, su patria, haya demostrado con hechos que sabía corresponder al amor que siembre le tuvo aquél hijo ilustre, rectísimo, sobre cuyo ánimo generoso no hicieron mella los agravios, las ingratitudes ni las ofensas recibidas en esta tierra suya, a la que consagró los frutos más elevados de su ingenio, la esencia más pura de su entendimiento, los efluvios más cordiales de su alma noble y esforzada. Ha muerto Costa sin recibir de Aragón un homenaje admirativo. Con dolor de corazón lo decimos; ha muerto Costa sin que sus paisanos cumplieran con él, en vida, elementales y santos deberes a los que estábamos todos muy obligados”.
Tras el féretro de Costa desfiló aquella tarde del 12 de febrero de 1911 toda Zaragoza, y la conciencia histórica de España. Por eso Heraldo tituló al día siguiente aquella jornada, a toda página “Homenaje nacional a Costa”.
De aquel acontecimiento tenemos numerosos testimonios literarios. Pero tenemos, además, un testimonio gráfico de primer orden: las fotografías que el joven Aurelio Grasa, entonces reportero gráfico de Heraldo de Aragón, realizó tanto para este periódico como para otros medios, como ABC, cuyas imágenes fueron portada del rotativo madrileño. Tanto el impresionante paseo de los restos de Costa por Zaragoza, que ya hemos relatado, como su entierro, en el cementerio de Torrero, fueron inmortalizados por la cámara del joven Aurelio que, con los escasos medios de la época, consiguió un registro histórico completo de aquellos momentos. En el pie de una de las fotografías publicadas por el periódico zaragozano puede leerse: “El féretro de Costa en el momento de ser depositado en la sepultura del Cementerio de Torrero. Fotografía obtenida anoche con luz de magnesio para el Heraldo de Aragón por el Sr. Grasa”. Este simple pie de foto ya nos ilustra de algunos detalles muy significativos de su labor. El principal de todos, además del dato técnico, que Aurelio supo estar en el lugar en el momento de la noticia, primera obligación de todo reportero. Pero además, Aurelio ya se había adelantado al acontecimiento fotografiando previamente el lugar de aquel funerario reposo antes de que sus restos lo ocupasen, y posteriormente, como podrá verse en el vídeo que ahora se presenta, Aurelio siguió ocupándose del devenir de aquel enterramiento de Costa hasta la conclusión final del mausoleo con que Zaragoza honró al ilustre altoaragonés. Hito fotográfico costista de Aurelio Grasa es asimismo el extraordinario retrato de estudio que el Heraldo le encargó para su galería de fotos dedicadas.
El vídeo que aquí se presenta constituye, por todo ello, un documento histórico de primer orden, a la vez que fotográfico, cuya recuperación por la familia Barboza-Grasa merece toda nuestra gratitud. En estos momentos de conmemoraciones del centenario de la muerte de Joaquín Costa, esta realización es, sin duda, una de sus aportaciones de mayor novedad e interés. Un tributo de excepcional importancia.
Juan Domínguez Lasierra
Febrero de 2011
Precioso reportaje, audiovisual y artículo